Café Tierra Madre. Un café cultivado por Mujeres Dueñas de sus vidas

La tierra. Siempre la tierra. Siempre ha sido así. Si tienes tierra, tienes derechos. Pero la mayoría de mujeres campesinas no tienen derecho a nada. No tienen tierra. Aunque trabajen de sol a sol. Para vencer esta injusticia, lanzamos el café Tierra Madre. Un café producido por mujeres que ya son propietarias de sus fincas y que destinarán parte de los ingresos obtenidos con su venta a que muchas más puedan serlo. En esta entrada, te invitamos a imaginar cómo este café puede cambiar la vida de una mujer de Nicaragua. Y de muchos otros países.
De repente, la lluvia. No dura mucho, pero suficiente para dejar los caminos hechos lodazales. Cuando cesa, el ambiente cálido y húmedo embriaga el espíritu y deja ir la imaginación.
Y me quedo mirando una escena tan repetida como la lluvia. La mujer camina tocada por un sombrero y un pañuelo que apenas evita que el agua cale su pelo, negro zaino. De la mano derecha lleva a una chiquilla que se gira y se queda mirándome mientras mantiene el paso cansino de la madre. Con la mano izquierda aguanta la soga que conduce la mula cargada con tres sacos de café cubiertos por un plástico. Huele a tierra mojada.
Con la mente ida es fácil imaginar. Me la imagino llevando el café a la cooperativa y firmando en la entrega a nombre de su marido. A él no me lo imagino. Luego regresa hacia su casita con la cría y la mula. Por el lodazal. En su casa, la imagino silenciosa y feliz. Con quehaceres para cada minuto del día. La casa, la colada, la cocina, los niños y el marido. Por la tarde regresan los hijos mayores de la escuela. Él regresa ya oscurecido. Había ido a la ciudad a un asunto del que no dio muchos más detalles. A juzgar por su cara, no debió ir bien. Mañana hay mercado y le pide dinero. Él racanea. Vuelve a tronar. Vuelve a llover.
La tenue luz del farolillo ilumina las figuras de humo del cigarro del marido. A ella la imagino sentada en el banco del pórtico, tranquila, aspirando el mismo aire de siempre. Por la noche, cansada y satisfecha, se acuerda mucho de su madre. Le solía contar historias de romances acaecidos en el valle. Inventados quizás. Eran de antes de la guerra. En los valles de la sierra nicaragüense no hay familia que no cuente sus andanzas. La guerrilla y el ejército jugaron su partida sobre las vidas de las gentes. Como siempre. Yo me imagino que ella no podría, o no querría, entender de razones, pues no ve razones para matar, sólo entiende de razones para vivir. En noches así, la imagino llorando alguna muerte.
Y me imagino que antes del alba ya habrá preparado el desayuno. Con la luz se podrá ver cómo desde cada casa se inunda el valle con aromas de arroz, frijoles y café de puchero. Cuando se haya acabado el gallo pinto, su marido le dará unas monedas para comprar en el mercado y le pedirá el resguardo de la entrega del café del día anterior. Él lo cobrará. Así ha sido siempre. Incluso me pregunto si la tierra no sería de sus padres y pasó a nombre de él al casarse.
Cuando él marcha, ella se ocupará de la casa. Y de la hijita. Imagino que se llama Esmeralda. Sus negros ojos y su amplia sonrisa son todo lo que ella necesita. La viste, la peina y la sienta al gallo pinto que devora con dedicación. Está muy contenta con su hija y con vivir en su casita en el valle. Ha oído muchas historias de niños y niñas robados que viven en las calles de Managua. Se estremece solo de pensarlo.
Aunque la economía sigue siendo precaria, al menos tienen para ir tirando e incluso ahorrando alguna plata. Me imagino lo importante que fue pertenecer a la cooperativa en los años duros de la caída del precio del café, cuando vender al comercio justo les permitió conservar su pequeña parcela de tierra, sin malvenderla ni emigrar a Matagalpa, Managua o incluso Estados Unidos, como me imagino que hizo mucha gente del valle en aquellos años. Luego, con la mejora de los precios, la cooperativa siguió ayudando al pueblo con obras para mejorar la escuela y un puente.
Antes del mediodía, con la compra ya hecha, volverá a casa para preparar el almuerzo. Pero me imagino que ese día, precisamente ese día, otra mujer le dirá de pasar por la cooperativa que hay una charla sobre mujeres. ¿Sobre mujeres? –imagino que pensará– ¿qué querrá decir?
Más de una veintena de mujeres pueden estar sentadas, muy apretadas, en los bancos posteriores de la improvisada sala de reuniones organizada en el terrenito pegado a la oficina de la cooperativa. Y Eva, a quien conozco y no necesito imaginarme, estará orgullosa de haber organizado el acto, tratará de captar su atención. Eva habla muy bien. Estudió. Habla de derechos, y de ayudas para que las mujeres sean propietarias de la tierra (solas o con sus maridos), y de la oportunidad de vender el café producido por ellas para que lo compren en España. Me imagino a Eva domando su ímpetu para no sorprenderlas demasiado. Tratando suavemente de explicar que no hay nada malo en que la finca esté a nombre del matrimonio, y no solo del marido. Ella escucha todo, pero en su cabeza resuena la palabra derechos. Siempre la oyó, pero nunca la conoció. Me imagino que ni en los mejores años de la Revolución tuvo cerca derechos que sentir suyos. Desde luego, la cooperativa es de lo mejor que le ha pasado a gentes como ella.
Y me imagino como camino de su casa daba vueltas al tema. ¿Y cómo le digo? –suspira– si al menos supiera hablar como Doña Eva. Truena. De inmediato empieza a llover. Cuando cese la lluvia dará una vuelta por los cafetos para recoger el grano que el día anterior no quiso recoger pues verdeaba de más. Me la imagino algo desorientada, dándole vueltas a la cabeza mientras recoge el café que el sol de la mañana ha enrojecido.
Me gustaría tanto imaginarme que él, también buen hombre, también víctima de la pobreza, escucha a su mujer, por la noche, en el pórtico, con su cigarro dibujando extrañas formas. Ella sabe que lo está pensando. Seguramente le daría vergüenza ser el único hombre que accediera, aunque la propuesta sea sensata si son verdad las ventajas que su mujer dice que dijo Doña Eva. Y él sabe que así la tierra sería más justa. Finalmente él accede a asistir la semana que viene a la siguiente charla de Doña Eva.
Hace rato que vi pasar a la mujer con la niña y la mula. De pronto el sol asoma entre las nubes y me sorprende como quien se despabila de un duermevela. Me sonrío. ¿Estoy en Nicaragua? ¿en Guatemala? ¿estoy en Uganda?… qué más da.

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Este texto fue escrito por nuestro compañero Juanjo Martínez